Victor Moreno

Victor Moreno

Ya no es necesario recurrir a la técnica del esperpento de Valle Inclán para dar cuenta de lo que ocurre. Los hechos vienen a nuestro encuentro sin necesidad de solicitarlos. Lo hacen de forma tan grotesca que solo nos queda actuar como los tomógrafos, pero con material palabrático. Escribir para cortar la realidad en pedacitos y comprobar si en su interior se registra vida inteligente o, por el contrario, rasgos de una imbecilidad cada vez más inquietantes.

2023-02-13

El arte de insultar mal

Ya es un tópico lamentarse del clima de crispación en que anda sumida la clase política. Moralistas de leer un solo libro ven en ello un síntoma de descomposición de la política concebida más que como arte de lo posible, como el arte de insultar. Dicen amar a España, pero parece no darse cuenta de que han convertido ese amor en signo de un odio cainita. Han olvidado que existen muchas maneras de amar a la patria o, como decía Joyce, “de devorarla como hace una cerda con sus crías”. Imponer que ese amor a España lo sea de un modo exclusivo y excluyente es de necios. Lo mismo que odiarla. Nadie ama ni odia un abstracto.

Con relación a los insultos sucede que nadie soporta que lo llamen hijo de puta, pero sí corrupto, pues hasta puede creerse que lo están llamando guapo e inteligente. La verdad es que, puestos a ser precisos, ser hijo de puta -es decir, hijo de iza, rabiza o colipoterra-, cabe en la estadística de lo posible, mientras que corrupto es naturaleza que uno debe esforzarse mucho para obtener dicha titulación. Ser hijo de puta es un accidente que puede pasarle a cualquiera incluso a un obispo, pero lo de corrupto no, que hay que trabajárselo. No todos llegan a serlo, aunque muchos sean llamados a dicho estatus.

En cuanto a los políticos, digamos que los de la Restauración, es decir los de la época de Cánovas, Sagasta, Canalejas, Romanones y los de la II República, tampoco es que se trataran con mucha delicadeza fonética. Incluso hubo quienes sustituyeron el lenguaje detrítico por unos contundentes puñetazos. Ponerse a parir en las Cortes ha sido lo habitual, Lo que pasa es que ahora se insulta mucho y mal. Los políticos actuales son una generación que no ha aprendido nada de sus antepasados, que sí sabían insultar con estilo y, en ocasiones, con gracia. No digo que sus insultos fueran metáforas dignas de Flaubert, pero casi. Llamar a Suárez con el trípili “truhan del Mississippi”, como hizo Guerra, no ha sido aún superado. Hoy son tan burdos y groseros que para descalificar a una ministra tienen que echar mano de sus pezones, de su escote y de su culo. Lo nunca visto. Ni que las tetas fueran ojivas nucleares.

En una ocasión, un diputado a cuento de no sé qué se preguntaba en su turno de réplica: “¿Y ahora qué vamos hacer con nuestros hijos?” A lo que otro desde la bancada le contestó: “Al suyo, de momento, ya lo hemos hecho subsecretario”. La cámara estalló en una carcajada y relajó el ambiente más que la llamada del presidente de la cámara a la concordia.

Para colmo, se ha extendido un tipo de insulto que es una vergüenza para quien lo utiliza. Me refiero al insulto que se regodea en explotar los rasgos físicos de alguien deduciendo de ellos su ética, como es el caso de los pezones insinuantes de la ministra.

Cualquiera puede entender que descalificar a una persona siguiendo su complexión física, sean sus abdominales o pectorales, es un acto de habla fascista. Quevedo, el de “érase un hombre a una nariz pegado”, fue un ejemplo en el uso de este tipo de maledicencias, pero cabe exonerarlo, porque al menos escribía sonetos con dichos desperdicios. Hacía literatura con el insulto. Como Jean Genet, que lo hacía con la mierda a la que embellecía con un lenguaje angelical.

Vállejo Nájera, el Mengele español, fue uno de los ideólogos más nefastos del franquismo. En su libro La locura y la guerra. Psicopatología de la guerra española, tuvo la maldita gracia de establecer la bondad del franquismo como resultado de la comparación entre los rasgos físicos del presidente Azaña con los de Franco. Llegó a la conclusión de que “la fealdad de Azaña atraía las fuerzas del mal, mientras que la sonrisa equilibrada del caudillo estimulaba a los defensores del bien”. Los rojos y republicanos que eran malos seguían a Azaña, mientras que los golpistas que eran buenos seguían al Dictador.

Luego añadía: “Llama la atención la circunstancia de que las masas identificadas con cada una de las citadas personalidades exhiben reacciones psíquicas que parecen fruto de los complejos latentes en la conciencia de ambos personajes. Las de ellos, reacciones movidas por los complejos de rencor y resentimiento; los nuestros reaccionan a los complejos de religiosidad, patriotismo y responsabilidad moral”.

Como he dicho, no me parece mal que los políticos se insulten entre sí, que salten verbalmente los unos sobre los otros. Siempre lo han hecho. Pero estaría bien que se esmerasen más al utilizando palabras e imágenes. Como suele decirse, y es verdad, en el insulto como en la calumnia siempre hay algo de verdad, según Voltaire. Y bien se sabe que la crítica al adversario, con insulto incluido, resulta ser más popular y eficaz que la crítica razonada y sutil. Y si lo es, bien estaría que se esmerasen en hacerlo, el insulto, más guapo, literariamente hablando. Si no, será taco, grosería e indecencia. Y para esto ya está la caverna mediática del país.

Así que, quizás, estuviera bien que se implantara en el currículum una asignatura de Retórica del insulto. Con ello, conseguiríamos que las futuras generaciones de políticos no fueran tan cazurros a la hora de insultar y fueran más respetuosos con el lenguaje, que es la manifestación de nuestro ser.

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