Victor Moreno
Ya no es necesario recurrir a la técnica del esperpento de Valle Inclán para dar cuenta de lo que ocurre. Los hechos vienen a nuestro encuentro sin necesidad de solicitarlos. Lo hacen de forma tan grotesca que solo nos queda actuar como los tomógrafos, pero con material palabrático. Escribir para cortar la realidad en pedacitos y comprobar si en su interior se registra vida inteligente o, por el contrario, rasgos de una imbecilidad cada vez más inquietantes.
La guerra de nunca acabar
A estas alturas, ya nadie duda sobre quiénes son los culpables de este genocidio, si el gobierno de Israel o quienes, dirigentes de este orden mundial, permiten o justifican que esto suceda. Son ambos. La mentalidad belicista y vengativa que ha mostrado Netanyahu no es diferente a la de quienes interpretan el Derecho Internacional, trazan sus límites y santifican las formas que debe adquirir el derecho a defenderse frente a una agresión. Si no, ya hubiesen detenido esta barbarie.
Pocos presidentes de gobiernos europeos se verán libres de esta culpabilidad manifiesta. Ninguno ha tenido agallas para cortar relaciones diplomáticas con Israel. Y ¿por qué? Sintomático es que condenen al genocida Putin, pero no a Netanyahu.
Que el canciller alemán Olaf Scholz afirme que “Israel es un estado democrático con principios muy humanitarios que le dirigen y por eso el ejército israelí respetará en todo lo que hace las reglas del Derecho internacional”, alucina. ¿Quién puede asegurar que un “estado democrático” certifica lo que Scholz dice de Israel? Un estado democrático no garantiza nada. Para ejemplo, ahí está EE.UU. ¿Cuántas veces la gran democracia de EEUU no habrá conculcado ese Derecho Internacional, allá donde ha visto peligrar sus intereses geopolíticos, es decir, económicos? En realidad, ¿hay alguna democracia actual que no haya nacido del huevo de un imperio colonial?
Primero. Un estado democrático debería preguntarse y responder a la cuestión de cuántos seres humanos deben morir en un conflicto armado para calificar a sus responsables como criminales de guerra. Y cuántos “crímenes” debe permitir ese Derecho Internacional para plantarse y decir “hasta aquí hemos llegado”.
Segundo. ¿Cuándo estimará el gobierno de Israel que su “bíblico honor” se le ha restituido, ultrajado por Hamás y, por tanto, declarar el final de la masacre perpetrada contra la población civil palestina? ¿No le bastan ya las muertes de miles de mujeres, ancianos, niños y civiles ocasionados?
Tercero. ¿Cuántos miles de ciudadanos deben morir para que el Derecho Internacional considere al gobierno de Israel como genocida? ¿Hasta la “victoria final” ha dicho Netanhayu, es decir, hasta que no quede “ningún palestino, hombre y mujer, capaz de engendrar nuevos hijos” bajo la faz de la tierra?
No sé si ese Derecho Internacional dispone de indicadores para medir ese nivel genocida. Pero, después de los perpetrados durante este siglo, ya no digamos en el XX, ya tendría que saber de sobra cuáles son las líneas rojas que jamás un país con derecho a defenderse debería transgredir.
El derecho a defenderse se ha convertido en eufemismo de la venganza. Y el armatoste burócrata de las naciones de Europa y sus gerifaltes de salón lo saben. Un Derecho Internacional que permite la venganza israelí y la justifica con citas de la Biblia no es Derecho, sino internacional barbarie. Es que ya sólo faltaba que la religión y su teocracia estuvieran por encima del Derecho. El Derecho internacional de los burócratas europeos ha demostrado que se fía más de la Biblia que de la propia legislación que dice defender. ¿Es que los razonamientos jurídicos se han sustituido por citas de la teología? ¿Y lo permiten los juristas del Derecho internacional? Pues la tenemos clara. Luego, se quejarán que gobiernos de las teocracias del mundo árabe pertenecen a la Edad Media.
Si el Derecho internacional humanitario se define como “conjunto de normas destinado a limitar por razones humanitarias los efectos de los conflictos armados y que protege a las personas que no participan o que han dejado de participar en las hostilidades e impone restricciones a los métodos y medios bélicos”, digamos que dicho derecho ha dejado de existir hace tiempo, por cuanto que, quienes están obligados a respetarlo y a que lo respeten, han dejado de creer en él si es que alguna vez lo hicieron.
Y no, no son unos inútiles. Son políticos conscientes de lo que hacen y a quiénes favorecen, con sus decisiones y, sobre todo, inhibiciones geopolíticas.
Lo más penoso de estas democracias tristes europeas es que este genocidio pasará como si no hubiera sucedido. Formará parte de hemeroteca y de los libros de textos de historia. Dentro de unos años, se repetirá la misma barbarie en otro lugar -o en el mismo-, y con los mismos resultados. Y, si esto ha sido así desde tiempos anteriores a Julio César, ¿por qué ha de ser distinto en siglos venideros? La única diferencia es que antiguamente la gente se mataba de uno en uno y ahora lo hace de mil en mil, llevándose por delante a quienes pasaban por allí.
En el colmo de la barbarie, ha surgido analistas que han pedido que “la guerra se humanice”. ¡Qué sensibilidad! Era lo que faltaba por oír. La guerra no se humaniza, se suprime. Y, suprimir, ¿cómo? Parece tarea imposible. Un recuerdo al respecto.
En las elecciones de febrero de 1936, que dieron el triunfo a la candidatura del Frente Popular, la periodista del periódico La Voz, de Madrid, Luisa Garrido entrevistó a cuatro personajes: Baroja, Largo Caballero y Romanones. Les preguntó cómo veían la participación de la mujer en política. Al cuarto de los entrevistados se le planteó la siguiente cuestión: “Cuando la mujer intervenga en la gobernación del Estado, ¿no cree usted que defenderá a sus hijos contra la guerra, evitando que le arrebaten y destruyan lo más preciado de su labor y de su vida y que la educación a los hijos lo será en el odio a la guerra?”.
La respuesta: “La guerra es un mal que no han intentado desterrar las mujeres. Es un elemento de progreso. Es absolutamente necesaria, precisa e inevitable”. Quien sostuvo esta tesis era un fascista conocido. En julio, tuvo la oportunidad de ponerla en práctica apoyando el golpe de Estado de 1936 contra el gobierno de la II República. Pues bien, no creo que aquella tesis sobre la guerra sea muy diferente a la que actualmente mantienen quienes justifican el genocidio del gobierno de Netanhayu, pero es curioso leer que, mientras a estos políticos actuales se los considera demócratas, al político-golpista de 1936 aludido se le calificará de fascista. Y así sigue figurando en los anales de la historia. No sé, pero, quizás, a lo mejor, tendríamos que empezar por usar bien el lenguaje y llamar al pan, pan, y al vino, vino. Hace tiempo que muchos políticos que se hacen llamar demócratas han dejado de serlo, admitiendo o justificando actos que sólo una mentalidad fascista puede aceptar sin que se le revuelvan las tripas.